Foto: Cortesía de Félix Sánchez
Por José Aurelio Paz
“La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados”.
Johann Paul Friedrich Richter
Ser un pésimo escritor quizás me llevó a buscar consuelo en los caminos del periodismo. Pero tengo que agradecer al boom ochentero de los talleres literarios que encontrara mi vocación final.
Había ganado, milagrosamente, una mención en música para niños en el Concurso Nacional La Edad de Oro. Digo milagro porque no era músico y quizás toqué la flauta, como el burro, por casualidad. También porque, en aquellos años, ganar un certamen no siendo de La Habana era casi un estado de gracia que te hacía levitar.
Ibrahim Doblado, uno de los grandes asesores literarios que tuvo Ciego de Ávila y toda Cuba, diría yo, me llamó de inmediato a su “rebaño” de escritores jóvenes que el pastoreaba desde la Biblioteca Provincial y ahí comencé mis andares sin saber que, años después, sería yo su sustituto en el empeño de estimular el amor por la creación de las letras.
No sé si fueron aquellos los años de oro de la literatura avileña (eso lo dejo a los historiadores), pero sí del esplendor del trabajo literario. La entonces y ya casi olvidada Campaña Nacional por la Lectura nos llevó a ser un equipo que tuvo la responsabilidad de maridar la literatura con la avidez por leer y escribir de obreros, maestros, campesinos y también niños.
Eran días febriles en que los talleres de marras se convertían en verdaderas fraguas, en fraternales cofradías donde no había “escritores cinco estrellas” ni “escritores mediocres”, sino que, por encima de las diferencias cualitativas de creación, cohabitaban en un auténtico ágape de saberes, lejos de toda intriga entre los Montescos y Capuletos que perviven hasta hoy. Época romántica en que pedirle a un escritor que dijera sus versos no era preguntar primero cuánto le iban a pagar creyéndose tener ya el laurel en la frente. Tiempo de bonanza burocrática en que no había que tejer todo un laberinto logístico para traer “a provincia” a figuras de la talla de Raúl Ferrer o el Indio Naborí, de las muchas tantas que nos visitaron, y que eran una lección personal de humildad y bondad al servicio del talento.
No había mejor escenario, por entonces, que una lectura en las tabaquerías. Las proletarias chavetas, esas parlanchinas verdugas que le cortan las venas del cuello a las hojas del habano, eran también enjambre de abanicos sobre las mesas de trabajo, ovación de metal y madera como agradecimiento al desgrane de unos versos de la Loynaz o el polvo de aquel caballo de Onelio, que se derrumbó a la sola voz del amo.
Un certamen como el “¿Quién sabe más?” llevaba a Martí en brazos de los niños que acudían, de todas las escuelas, a competir en los inolvidables sábados del Teatro Principal. Un Té Cultural, desde el patio del Museo, hacía confluir en río armónico a escritores, músicos, teatristas y artistas plásticos, una vez al mes, para disfrutar de aquellas memorables noches. Un Premio Popular que todos los años tributaba a un género literario distinto, convertía las fábricas, las secundarias, los centros de trabajo y hasta los barrios en magnos y generosos jurados que, lejos de todo tecnicismo y guiados solo por su intuición, otorgaban los galardones. Los encuentros literarios, por entonces, se celebraban lo mismo en las márgenes del río Majagua, en casas de campaña, a la luz de las estrellas y de un ron barato, que los escritores se iban en un camaronero a cayo Guillermo, cuando aún no existía ni remotamente conexión por tierra, a dar un recital con su poesía, en medio de la marea y la plaga, cantándole a los guardafronteras.
Esto que escribo no es un ejercicio de autoflagelación nostálgica. Es solo pretender prender, a está página, una postal de aquellos años dorados en que un fenómeno como el de los talleres literarios estremecía la Isla. Asimismo, poner catalejo sobre una especie de Arca de Noé, para ser más justos Arca de Félix, desde la cual rescata permanentemente a escritores para niños, en esa pertinaz vocación de generosidad con que pasa su muy personal carta de navegación a otros para que no pierdan el rumbo.
El taller literario Compay Grillo, fundado en 2004, pone proa a sus 20 años. Su nombre es un homenaje a la escritora Anisia Miranda, de origen avileño, ya fallecida. Un espacio, según el propio Félix, que no es solo para debatir colectivamente, sino, además, leer, promover concursos, compartir proyectos personales y disfrutar de momentos en que esos niños grandes, que pretenden escribir para niños pequeños, convocan a los duendes y a las hadas. “En síntesis, una familia unida por los lazos de amor a la literatura que tiene como sede permanente la Sala Infantil de la Biblioteca Provincial Roberto Rivas Fraga, que nuestra anfitriona Mayda Batista, otra escritora, mantiene como si fuera la casa de Blancanieves”.
Cuando pasen los años y las tecnologías, cual dragones marinos engulléndoselo todo a su paso, apenas dejen una tabla escrita flotando sobre los mares futuros, estamos seguros que en ella perdurará la huella de este Félix-feliz recordándonos esa simple frase mágica que nos embrujó a todos, irremediablemente, cuando, desde ese impreciso puerto que es la niñez, nos susurró al oído: “Había una vez…”
Publicado originalmente en Invasor